PRIMERA COMUNIÓN: ÚNICA COMUNIÓN (III)

Tenía una obligación moral conmigo mismo y, de algún modo, con los habituales lectores de este blog, y especialmente respecto de aquellos que leyeron dos articulillos míos ya antiguos, escritos en 2012 y 2013, referidos a la Primera Comunión, en ellos ponía en solfa muchas de las magnitudes que mueven la gestión de este santo sacramento en España. Ahora me ha tocado a mí, es decir, mi hijo ha hecho la Primera Comunión, y ciertamente que es diferente ver los toros desde la barrera que estar en mitad del ruedo, así que como me mojé en su momento sin haberlo vivido, debo ahora ofrecer mi particular opinión después de la experiencia acontecida.

En aquellos dos artículos yo criticaba con cierta dureza a la Iglesia Católica y a partes iguales a la mayoría de las familias que llevaban a sus hijos a hacer la primera comunión, unos por alimentar la parafernalia no impulsando suficientemente el sentido espiritual, los otros por avenirse en la incoherencia más absoluta a pasar por la Iglesia para llevar a cabo un acto que no tiene convalidación después, de ahí que tales entradas y esta de hoy se titularan gráficamente «Primera comunión, única comunión».

No pretendo justificarme con esto por el hecho de que mi hijo fuera a hacer su primera comunión, en el momento en que escribo esto ya han pasado unas tres semanas y él ya ha hecho la segunda y la tercera comunión, y confío en que no se pare ahí.

Los que me conocen saben que adopté a un niño que tenía seis años y medio de edad cuando fuimos a por él a Etiopía en un viaje maravilloso de amor que mi mujer y yo protagonizamos hace ahora casi cuatro años. Fuimos bastante cautos en su momento con su adaptación social y especialmente en aquello que tenía que ver con su educación personal, teniendo en cuenta que vino sin entender ni papa de español. La adaptación con su entorno fue fabulosa y la adaptación escolar más difícil y continúa sin estar adaptado completamente; aunque no ha perdido ningún curso, tiene todavía cierto retraso con respecto a sus compañeros, que ahora estando en 4º se materializa fundamentalmente en la escritura y en la lectura (en el español hablado es donde mejor se defiende, con un vocabulario que con orgullo tengo que decir que es mejor que el de la media de sus compañeros de clase), lo que lo frena en casi todas las asignaturas.

Ya avanzada su vida con nosotros nos planteamos su catequesis, hay que decir que nos pareció descabellado que iniciara la misma a la par que los niños de su curso escolar, toda vez que él tardó al menos dos años completos en adquirir un buen conocimiento del español. De tal guisa que cuando consideramos que estaba en condiciones de poder entender los conceptos abstractos que se manejaban en la catequesis, así como el significado del sacramento de la comunión desde el punto de vista espiritual para un niño de su edad y, por supuesto, atendiendo también a su libertad como persona, fue cuando activamos los resortes para que iniciara el ciclo catequético. A todo esto hay que decir que mi hijo fue en el colegio desde que entró a clase de religión (católica obviamente), por lo que, en cierto modo, no resultaba sospechosa nuestra intención, toda vez que desde su nacimiento oficial para nosotros siempre quisimos que estuviera recibiendo la educación en similitud a la del resto de sus compañeros de clase.

Yo he criticado con cierta vehemencia que resulta excesivo el ciclo catequético que reciben los niños de nuestro país, tres años es mucho, y no se trata de cantidad, lo he dicho y lo repito, se trata de calidad, hay que intentar que los niños conozcan la esencia y que la catequesis no se convierta en una extensión más del cole, donde los niños van a dibujar o a hacer deberes, debe ser algo más íntimo y personal, y menos institucionalizado.

Gracias a Dios y afortunadamente para mí que asisto con habitualidad los fines de semana a misa en la localidad de Bailén, la actual configuración de párrocos y curas que rigen los destinos de este municipio permite subrayar que está en buenas manos. Dos sacerdotes de la nueva escuela, abiertos a las redes sociales y a transmitir mensajes que calen en la feligresía, por encima de homilías aburridas que no llegan ni al mejor de los devotos.

Cuando mi mujer y yo acudimos explicándole la especial situación de mi hijo a uno de los párrocos in solidum de Bailén, no le impusimos que hiciese la primera comunión este año, en la inteligencia de que no pretendíamos un ahorro de dos años en su formación religiosa, que en todo caso, no sería ahorro para nosotros sino para él que sería el que tenía que asistir a los cursos de catequesis que la parroquia entendiera. Lo que sí transmitimos es que queríamos que hiciese la comunión cuando estuviera preparado y el cura que nos atendió, observando sus especiales características y sus antecedentes escolares concluyó que con un año de catequesis era más que suficiente.

Para mí que reconozco que la parte espiritual de la catequesis y el santo sacramento de la comunión eran lo sustancial, la primera comunión de mi hijo fue un acto muy emotivo. Si quería que hiciese la comunión era por lo espiritual pero también por una razón social. Mi hijo es negro y adoptado, esto no cambiará nunca, él no tiene problemas de adaptación, ni sufre rechazo alguno, es un niño feliz y absolutamente normal. Yo no pretendo que sea mejor que nadie, tampoco peor, simplemente que crezca y que se desarrolle como un ciudadano educado, buena persona y con valores, no obstante, partiendo de su condición racial, lo que también quería con el acto de la comunión es que hiciera lo mismo que hace un niño de su edad (la mayoría); él será diferente al resto en su vida, es posible que tenga complicaciones con ello y yo lo educo para afrontar esa tesitura, pero no querría segregarlo de algo por lo que no tiene que ser distinto al resto.

Por eso, el día de su primera comunión, en el que caí en las redes de la emoción, cautivado por esa parafernalia que tanto he denostado y a la que te ves enfrentado sin más remedio, fue para mí un acto espiritual pero también un acto de reconocimiento de que mi hijo es un igual entre sus iguales, y ese sentimiento fue lo que hizo que no parara de lloriquear durante la ceremonia y unas horas después.

Dicho esto tal vez toque por coherencia y también por decencia que matice algunas de las afirmaciones que hice en 2012 y 2013 en las referidas entradas de mi blog.

Empecemos por el traje de la comunión, realmente no sé si fue primero la gallina o el huevo, pero en 2016, los curas asumen sin remedio que los niños y niñas van a ir vestidos de marineros o de princesas, ¿forzaron en el pasado muy antiguo a que los niños y niñas fueran de esa manera? Lo desconozco, la realidad es que es un hecho tangible, difícil de cambiar y los curas dan por hecho lo que es, aunque también es cierto que no mandan ningún mensaje señalando que los niños podrían ir vestidos de calle, pulcros pero no disfrazados. Yo intenté que mi hijo fuera vestido de domingo sin más, no lo conseguí, también hui inicialmente del famoso traje de marino pero mi mujer lo impuso en contra de mi opinión y la de mi hijo, que quería otro traje; he de decir que luego reconsideré mi postura, más que nada por lo argumentado más arriba, si la mayoría de los niños llevan traje de marino, pues él también, o sea, igual entre iguales.

En la parroquia donde hizo mi hijo la comunión no se nos exigió una cantidad concreta para el día de la ceremonia, simplemente nos dieron un sobre donde cada cual puso lo que creyó oportuno, ni imposición de un mínimo ni nada, y yo di con arreglo a lo que mi corazón me dictó y mis posibilidades económicas permitían. En el apartado flores tampoco se nos obligó ni a decorar por parte de alguien concreto, ni la cantidad ni calidad de los ornamentos; por lógica de la ceremonia se decora todo de una manera más especial que un domingo normal, pero lo que se puso en la comunión de mi hijo estuvo correcto, suficiente y nada recargado, y la contribución de cada una de las seis familias que llevaban a niños a la comunión ese día fue poco más de quince euros.

Más crítica sí que merece el hecho de que se agrupen las primeras comuniones en unos pocos domingos y, además, a criterio de las familias la elección del día. En la localidad donde vivo hay parroquias y los cuellos de botellas se esperan en los días más señalados, en este sentido, el día 1 de mayo, que para más inri cayó en domingo permitiendo que el lunes fuera fiesta, habrá supuesto el día más votado por las familias, eso garantiza unas fastuosas ceremonias donde escuchar misa, dado el follón adyacente se convierte en misión imposible; y ahí sí que recalco lo que dije hace unos años, siendo la primera comunión, única y última comunión para muchos, también lo es para los invitados que acuden a una iglesia con mínimo o nulo respeto, desconocen el protocolo básico eclesial y aquello se convierte en un sarao de considerables proporciones donde la actuación sacerdotal pasa a un segundo plano por detrás de, y no necesariamente en ese orden, el traje de los niños, la pamela de la madre, los zapatos de la tita, el traje del novio de la hermana, el maquillaje de la abuela, el trajecillo del bebé, el ir y venir de los fotógrafos...

A todo esto casi hay que agradecer que muchos de los invitados no aparezcan en la misa para no colapsar el asunto que ya está convenientemente apretado. Es curioso pero la pasada semana acompañé a mi hijo a la primera comunión de un amigo del cole, y la ceremonia para tres niños tuvo tal recogimiento y educación por parte de los asistentes que el discurso social y directo del sacerdote, preñado de mensajes impactantes fue realmente conmovedor, culminó con un agradecimiento a todos por nuestro comportamiento dado que en algunas primeras comuniones multitudinarias subrayaba que llegaba a los lunes deprimido. Es cierto que hubo educación y respeto, aunque también hubo gente que asistía a una iglesia como un acto excepcional, de hecho, cuando nos pusimos de rodillas para la consagración mi hijo y yo, algunas personas no lo hicieron y mi hijo me preguntó que por qué a lo que yo respondí que tal vez era la primera vez después de muchísimo tiempo que venían a misa.

Pues eso que partiendo de la base de que para los curas lo de las comuniones genera sensaciones encontradas, es grato pero también es un coñazo por el lío que se forma, bien estaría que las celebraciones multitudinarias se pudieran minimizar, proporcionando más días y no necesariamente domingos, reafirmando el protagonismo de menos niños, una mayor calidad y menos jaleo en la ceremonia, y por qué no, también para dar más margen a los padres para buscar el dichoso restaurante donde dar el festín.

Y ahí viene la segunda parte y no menos importante de toda esta historia, aunque recalco que para mí no lo fuera aunque sí un trámite necesario y no exento de vericuetos y complicaciones: el banquete. Ya dije recientemente en una entrada de mi blog que el banquete es un mal necesario, una obligación social que se hace tengas o no tengas posibles, y yo por fortuna me lo podía permitir, partiendo de la base de que todo esto no es más que una devolución programada o diferida de intereses, o sea, yo te doy un sobre equiparable al que tú me diste hace unos años, o te doy el sobre porque ya me lo devolverás tú en un futuro.

Por otro lado, tampoco sé en qué momento esto de las comuniones fue algo más que un simple y socorrido regalo económico para pasar a ser eso y también un regalo más. Creo recordar que cuando yo hice la primera comunión los invitados casi no aportaban nada porque los niños de mi época celebrábamos el convite en la casa de cada uno en plan muy familiar (aún recuerdo cuando fuimos mi padre y yo a alquilar sillas para la primera comunión de mi hermana), y todo lo más, los más cercanos te regalaban un reloj, una medalla o ese insulso libro de comunión.

Ahora no, ahora recibimos el correspondiente sobre y al niño se le obsequia con un presente que es un regalo personalísimo para él, en el caso de mi hijo, algunos útiles y otros más prosaicos. La lista de los que ha recibido mi Sami ha sido inagotable, entre ellos: una cruz de plata, dos relojes, juegos de Lego, una televisión, un inmenso coche teledirigido, una fuente eléctrica de chocolate, dos juegos de la Wii, un portafotos, un puzle 3D, dos pares de zapatillas de deporte, una gorra y, aunque seguro que olvido alguno, tres libros de comunión por falta de uno. De todo esto se deduce que, por supuesto, con esta reseña más o menos extensa, mi hijo recibió en una jornada los mismos regalos que mis hermanos y yo pudimos recibir en los Reyes Magos de una década entera. Y a todo esto, cada vez que entran regalos en mi casa a mí ya me entra cierto canguelo, dado que siempre me hago la misma pregunta: «¿Pero dónde metemos esto ahora?», y la cuestión sigue sin respuesta.

En fin, que la vida continúa que ni la Iglesia ni los padres, ni la sociedad en su conjunto, somos capaces de romper la dinámica generada; a corto y medio plazo esto no va a cambiar, porque hasta los que estaban en el lado crítico como yo, hemos colaborado para que esto se perpetúe, montados en la ola de la costumbre y de los convencionalismos sociales.

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