CAMPESTRE HOCKEY CON EL HIELO

Dicen mi mujer y mi hijo, especialmente mi hijo, que cuando llega el verano me obsesiono con el agua fría y no paro de rellenar de agua botellas y cartones de leche ya usados y los meto en el congelador con objeto de tener hielo para múltiples utilidades, a saber, para descongelar con rapidez y poder llenar mi botijo, para acondicionar neveras portátiles que te llevas a la piscina o, como recurso de emergencia, para destrozar el bloque y así disponer de algún hielo para el combinado que más te guste.

No es cuestión nada liviana el hecho de que podamos disponer de agua fría en los tórridos veranos del interior de Andalucía. Rigores caniculares que provocan que el agua teóricamente fría del grifo, salga como el caldo del cocido, difiriendo poco de las fuentes públicas, en las que es difícil encontrar agua fresquita durante el día, pues las canalizaciones son superficiales y los chorros se utilizan para cualquier cosa menos para beber.

Por otro lado, soy un consumado aficionado al botijo, y desde chico siempre bebo agua en mi casa directamente de este ingenio de barro, sea invierno o verano, me gusta porque suele mantener una temperatura más o menos estable a lo largo del año, y disponiendo de ella ahí es una manera natural de beber un agua a la que se le ha evaporado el cloro, algo que creo que sucede a las dos horas de estar a la intemperie. Pero claro, en el verano de las olas de calor, ni el botijo se abstrae de estos excesos climáticos, y le cuesta mantener el fresquito en su interior; de forma y manera que yo me saco mi botella congelada, y comienzo a descongelarla paulatinamente con agua templada del grifo que alojada en la botella congelada (intento que esté congelada por la mitad) pues produce un agua muy fresquita.

Hechas estas divagaciones domésticas, como «quien guarda halla» hace dos o tres fines de semana, planeamos sobre la marcha irnos a Burguillos, un paraje que la gente de Bailén y alrededores conoce bien, un monte adehesado que es una joya, y que con temperatura bonancible, lo que ocurre en otoño y primavera, está de dulce. ¿Y que halló mi mujer en el congelador? Pues que aún quedaban existencias de mis bloques congelados, así que de momento montamos nuestra nevera, todo bien fresquito y allá que nos fuimos a pasar un día placentero.

Mi hijo no es mucho de juegos programados, es más, él de algún modo espera que surja algo novedoso para entretenernos, aparte de que ocupamos bien el tiempo en coger leña, encender la lumbre, cocinar a gusto del consumidor y otras tareas de perfil campestre.

Aquel domingo fue todo eso y también la busca de setas por el mero hecho de encontrarlas, pues servidor no tiene ni pajolera idea de si son venenosas o no, o sea, que no las cogemos, simplemente las localizamos. Del mismo modo, estuvimos tirando piedras a latas de refresco y de cerveza que habíamos consumido, no obstante, mi hijo, al que no le gusta perder a casi nada, es un poco fullero y se salta cualquier norma del tipo de «ponemos una raya y se lanza desde aquí», pero pisa la raya y la rebasa tanto que darle a las latas se convirtió para él en un auténtico disparo a quemarropa.

La sobremesa languidecía y habíamos acabado prácticamente con todas las viandas y bebestibles, con lo que mi mujer se había deshecho del bloque de hielo que se había formado en un cartón de leche. He de decir que es mucho más práctico a efectos de conseguir bloques de hielo, hacerlo en cartones de tetrabrik que en botellas de plástico, pues para rajar estas te puedes cortar con alguna arista, que ese plástico pet lo carga el diablo. Pues lo dicho, se quedó tirado en el suelo un bloque casi perfecto en forma de prisma rectangular, que rápidamente mi hijo y yo interpretamos que era una pastilla de hockey sobre hielo o puck, sólo que en este caso era el mundo al revés, no era hockey sobre hielo, sino hockey con el hielo, y además campestre.

Nos surgió la inspiración así, de primeras, y nos emocionamos mucho. Mi hijo porque un juego nuevo le apasiona y si es atípico, por aquello de la novedad, tanto mejor; y a mí porque como soy un friqui, la gente que me conoce y me sigue en el blog, sabe que tengo cierta deriva hacia el hockey sobre hielo nacional, habas contadas por otra parte, deporte que de algún modo me hubiera gustado haber practicado alguna vez, ya será en otra vida. Así que de la manera más rocambolesca iba a jugar en Burguillos a lo más parecido al hockey sobre hielo que había hecho en mi vida.

¿Y los stick? Pues dos buenas ramas de encina, sólidas pero no pesadas, hicieron las veces del costoso bastón de hockey. El bloque se deslizaba bien entre la hierba incipiente y el terreno sin demasiados desniveles. Vimos que no era una chorrada otoñal y que aquello nos daba juego y alternativas, así que montamos dos porterías, las clásicas de toda la vida que se hacen con dos piedras y postes imaginarios, pero con la ventaja de que aquí la pastilla, por el peso, no iba a ir por el aire y no había posibilidad de que levantara el bloque ni un palmo del suelo, con lo que no había dudas acerca de cuándo se marcaba un gol.

Nos lo pasamos pipa el rato que estuvimos jugando, algún destrozo sí que le hicimos al bloque, porque más que acompañarlo lo golpeábamos, pero resistió bien el generoso rato que estuvimos jugando. Y aun así, pese a que le dije a mi hijo, que este deporte era efímero (mi hijo entiende perfectamente esta palabra), por aquello de que el ambiente terminaría por derretir el hielo, como la temperatura era muy buena, ni calor ni frío, pues duró hasta el final, en lo que fue un inopinado nuevo deporte que mi hijo y yo inventamos para la posteridad.

En cuanto al resultado, pues es lo de menos, aunque también he de decir que alguna fullería hicimos, yo imponiendo mi cuerpo, y él utilizando sus zapatillas para dirigir con mayor precisión el bloque. Y esta fue mi experiencia lúdica de un acercamiento al hockey sobre hielo, pero entre encinas y de una forma un tanto raruna.

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