LOGROÑO, PASEANDO A LAS ORILLAS DEL EBRO

En un viaje vital que como primer propósito no tenía que ver, en absoluto, con el placer ni con el turismo, la pasada semana mi mujer y yo estuvimos en Logroño. Tiempo hubo alguno en nuestra fugaz estancia, amén de lo que hicimos en primer lugar y que era nuestra principal misión, para pasear por el centro de esta ciudad y llevarnos un somera pero fructífera estampa de un emblema que es ya para nosotros la capital de La Rioja.

Tanto la gente con la que habíamos hablado previamente como allí mismo, todos coincidían en que Logroño era una pequeña ciudad, casi un pueblo. Al menos el centro histórico así lo parece, me recordaba a ratos a algunas calles de Granada o Pontevedra, por su altura, por su diseño y por el ambiente tranquilo, solitario a ratos, casi claustral.

Sí, porque tanto por el esquema de esta ciudad, como por sus gentes, el centro está por fortuna preservado de la presencia de vehículos motores y se puede caminar sosegadamente por sus amplias aceras y calles peatonales. Por otro lado, como en muchas grandes ciudades el centro está más despoblado que la periferia, no sólo porque hay casas deshabitadas, sino que muchos edificios singulares se han tomado por instituciones diversas y funcionan como centros de trabajo. De ahí esa sensación de evasión que uno percibe por sus calles centrales, lejos del bullicio y las aglomeraciones, de verdad que pensé que era un escenario idílico para componer poemas.

Lo cual no quiere decir lo anterior que en Logroño sea todo paz y silencio, porque nadie que la haya visitado habrá obviado la incursión en la calle Laurel, también conocida por “La senda de los elefantes”, por aquello de que después de su travesía y el correspondiente avituallamiento se acaba a cuatro patas y con una buena trompa. No, no es la única zona de tabernas, bares típicos y restaurantes, aunque esta sea la más turística. Mucho vino de la zona, como no podía ser de otra manera, y la habitual forma de tapear en el norte de España, con los pinchos bien presentados al público, donde abundaban las setas y los pimientos del lugar, fueron testigos de nuestro descubrimiento del mediodía festivo logroñés y de la firme convicción de que un viernes a mediodía muchos españoles en cualquier punto de nuestra geografía al azar, estamos haciendo lo mismo, ¿no será esta sana y festiva costumbre una de las características que más nos unen a todos los que habitamos en este país?

Unas calles y un centro bien cuidados y limpios, que lo cortés no quita lo valiente, o lo que es lo mismo que el ser educado no está reñido con beberse unas copitas y ponerse contento, pero para ello no hace falta inundar las calles con papeles, bolsas de chuches, restos de comida, que en Andalucía somos un poco guarretes en este sentido y uno siente envidia de lo limpio que está todo en otros sitios.

El centro de Logroño es pequeño y coqueto, todo parece estar a medida, la Catedral es estrecha y larga, y su plaza también es muy recogidita, pero no exenta de porte.

Hay dos detalles que me gustaron de esta ciudad, uno era consabido, la presencia del río Ebro, y es que siempre me gustan las localidades que tienen río, me relaja sobremanera mirar el agua, el cauce les da mucho equilibrio, todo se articula en torno al mismo. El otro detalle son los soportales de algunas de sus calles, que me inspira recogimiento, la necesidad de sentarte en un café a ver pasar el tiempo y a leer una buena novela.

Y luego la gente, aparte de ser apacible, lo cual no es sinónimo de sin gracia, la percibí muy señorial, bien vestida, a la manera de una ciudad elegante y distinguida pero sin aspavientos. Pero en las tabernas lugareñas también sacaban su gracejo, su simpatía y una mezcla en su habla de maño y vasco, lo que en consecuencia no será más que esta variedad dialectal del castellano, que es el riojano, lo que pasa es que como es una comunidad pequeña de habitantes uno no ha apreciado antes esa identidad lingüística con respecto a otras zonas de España más populosas.

También tuvimos un momento para pasear y adquirir alguna vianda riojana en el Mercado de Abastos de San Blas, igualmente nos encantó este espacio, muy bien conjuntado con su entorno, también pleno de limpieza (nuevamente qué envidia) y con una perfecta configuración en cuanto a su diseño y en cuanto al reforzamiento de este lugar como espacio urbano social y de ocio. Un magnífico ejemplo de gestión, a mi entender, de lo que debe ser una plaza de abastos en el siglo XXI, hoy que en muchos sitios casi se han perdido estos centros o su presencia es poco menos que testimonial, como ocurre en mi pueblo.

En definitiva, una buena ciudad para vivir, con perfecta armonía entre lo antiguo y lo moderno, con las ventajas del progreso, aunque sin perder un ápice de sus raíces que la hacen acogedora y tranquila, para evadirse o no…, porque allí me encontré a alguien que conocía y que jamás me hubiera imaginado encontrar, pero una vez más se vuelve a cumplir la máxima de que “el mundo es un pañuelo”.

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