DE ANDRÉS SOPEÑA A ROBERTO ALCÁZAR Y PEDRÍN

La historia que hoy traigo a colación tiene una cierta curiosidad y, como siempre, desde la distancia del tiempo pasado ahora me resulta simpática y agradable. Esta entrada surge de mi interés, de mi afecto por los cómics, y se me ocurrió que podía enlazar un hecho pasado con esta pequeña pasión por las aventuras dibujadas, por los personajes de ficción que tanto han divertido siempre a la juventud y a la infancia, aunque en la actualidad esto esté por ver.

Pues resulta que corría el año 1992 cuando me quedaba la asignatura de Derecho Internacional Privado para terminar mi carrera, y estaba en Granada haciendo el servicio militar, por lo que tenía que intentar sí o sí, hacer coincidir el fin de ambos episodios. Como no era fácil tener tiempo en el ejército, tenía que intentar meterme en un grupo, donde el profesor fuera el más accesible y “enrollado” para entender mis especiales características y tenerme en cuenta por si me podía levantar la mano, mientras cumplía con mi deber patrio.

Creo que no tuve dudas, porque por aquel entonces en la Facultad escaseaban los profesores accesibles, ya que por regla general eran personas muy de departamento hacia adentro con poco o nulo trato con el alumnado, más allá de las clases. Por otro lado, en las clases reconozco que ese profesorado no era un dechado de pedagogía, las más de las veces te encontrabas con personas que se limitaban a soltar un rollo anodino, a dictar apuntes, o a contar batallitas sin ninguna gracia ante su patente falta de conocimientos pedagógicos que yo creo que en muchos momentos, no era más que un recurso ante la falta de conocimientos de su propia disciplina.

Cuando un profesor se salía de la estela del resto, eso era comentado ampliamente por la comunidad universitaria, profesores como Cazorla Pérez o Liñán Nogueras, eran de ese tipo de docentes que de cada clase hacían una obra de arte (ahí entendí lo que era dar una clase magistral en toda su magnitud), tanto si fuera de su asignatura como si contaran alguna anécdota personal, te dejaban embobado y sus clases se te hacían cortísimas; además eran de los que solían llenar el aforo, y es que el absentismo universitario era hace veinte años norma común y ahora imagino que será igual o peor.

Pues otro que era de ese distinguido y limitadísimo club de los buenos docentes fue mi último profesor, Andrés Sopeña Monsalve, una suerte de bicho raro que siempre andaba rodeado de alumnos, tanto en los pasillos como en la cafetería de la Facultad, dispuesto a charlar amigablemente con cualquiera que le ofreciera buena conversación; y para colmo era un gran profesor, muy querido y sus clases efectivamente estaban repletas para asistir a una asignatura que podía ser un pestiño o una joya dependiendo de quién las dirigiera.

Así que a principio de curso conseguí fácilmente hablar con él al salir de una de sus clases, le expuse mi exclusiva situación, y él fue todo lo afable que puede ser un profesor, comentándome que él no pretendía ser mi calvario para esta última etapa de mi carrera, a poco que me esforzase, tratara de ir alguna vez a clase y cubriera unos suficientes conocimientos de la materia; es decir, que no me iba a regalar el aprobado, pero que implícitamente no quería que lo recordara por ser el mamón que me zancadilleó antes de llegar a la meta, y es que ya había tenido antes otro profesor de infausto recuerdo, de esos horrorosos, de esos decimonónicos, de esos que contaban chistes malísimos en clase y tenías que hacer como que te reías.

Aprobé la asignatura con Andrés Sopeña, cumpliendo sus requisitos y, eso sí, haciéndome ver de vez en cuando, con alguna pregunta en clase o a la salida, para que me recordara como el universitario militar.

A partir de ahí era claro suponer que se me irían olvidando nombres, caras e historias de mi pasado universitario, pero siempre recordaría al último profesor que tuve.

Apenas un par de años después, Andrés Sopeña salió de su relativo anonimato docente y se hizo famoso con un libro titulado “El florido pensil”, un obra de ensayo en la que repasaba los métodos educativos de la España franquista.

En “El florido pensil”, mi buen profesor analizó con muchísimo sentido del humor cómo el aparato de la dictadura envolvió cualquier manifestación educativa, cultural y lúdica que tuviera como destinatarios a niños y jóvenes durante casi cuarenta años. Con un repaso por los libros de texto, tebeos, películas, etc., saca punta a las barbaridades y excesos que se llevaban a cabo para señalar a España y los españoles como centros del universo.

Recuerdo con ilusión que al publicar el libro, Andrés Sopeña fue notablemente entrevistado por radios y televisiones, y cuando eso ocurría y yo estaba atento, siempre señalaba con ilusión: “este hombre fue profesor mío”.

Tal fue el éxito editorial y comercial de “El florido pensil” que al poco tiempo se hizo una obra de teatro con el mismo nombre, y en el año 2002 hasta una película del director Juan José Porto, con un gran plantel actoral, entre los que destacaban artistas como Natalia Dicenta, Chus Lampreave, Fernando Guillén, María Isbert, Emilio Gutiérrez Caba o el Gran Wyoming.

La verdad es que me alegré mucho del éxito de mi profesor y siempre deseé, y espero que así haya sido, que esto le reportara unos suculentos ingresos, capaces de hacerle más dichosa su vida; porque cuando una persona te cae bien, ha sido honesta y buena en su dimensión privada y profesional, siempre anhelas que los hados le acompañen, porque se lo merece.

Y bueno, en realidad quería llegar a este punto para hablar de los cómics en la dictadura, esos que yo aún viví en mi infancia y que perduraron en los primeros balbuceos de la democracia. Por entonces, todavía daban sus últimos coletazos los personajes de ficción que alentaron a los niños y jóvenes en la posguerra, Roberto Alcázar y Pedrín, El Capitán Trueno, Jabato...

De todos ellos, el que más me gustó siempre fue Roberto Alcázar y Pedrín, quizá porque como cada lector, uno siempre se identificaba con el joven acompañante del célebre detective español, Pedrín, además tocayo.

Como bien resaltaba Andrés Sopeña, de una lectura actual con todo lo pasado y lo que uno ha vivido y aprendido, estos personajes te parecen un poco sobredimensionados, seres perfectos, invencibles, políglotas, un tanto racistas, que anticipaban el problema antes de que ocurriera, y lo que ahora deja un poco fuera de juego, siempre juntos los dos, un hombre y un niño, sin relación familiar entre ellos, y a la par a Roberto Alcázar nunca se le conoció hembra...

Ya digo, ahora releo las historias de estos personajes por sus múltiples aventuras y todo te puede resultar un poco vano y convencional, demasiado estereotipado, los buenos muy buenos, y los malos malísimos entre los que se sobresale el diabólico Svimtus, pero no hay problema porque al final ganan los de siempre.

En descargo del padre de las criaturas, el escasamente recordado dibujante valenciano Eduardo Vañó, que contó con varios guionistas a lo largo de diferentes épocas, tampoco en España estábamos haciendo nada distinto a lo que se hacía en otros países; de algún modo, los superhéroes americanos no dejan de parecerme seres superiores nacidos en EE.UU. para defender al mundo del mal. Bueno, al menos se acordaron los de Correos que, por fortuna, le dedicaron un sello hace unos años, el que encabeza este artículo.

Lo único que ocurre en este país es que solemos avergonzarnos bastante de nuestro pasado, no lo hemos elegido, es el que tenemos. Roberto Alcázar y Pedrín, cayeron prácticamente en el olvido casi como sus progenitores y quedará en el recuerdo, grato en la mayoría de las ocasiones, de miles de infantes que con su lectura, quizá, se olvidaron de un presente no muy dichoso. Por cierto, que el Capitán Trueno (otro día hablaré de él), que tiene muchos de los estereotipos que aquí se han comentado, sí va a recibir el debido homenaje y ahora mismito se rueda una película que, si dan en el clavo, puede resultar un éxito rotundo, porque mimbres hay para ello.

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